martes, 31 de marzo de 2009

De los vecinos en la puerta.


Caminar por las calles del barrio –supongo que por las calles de cualquier barrio será igual- en esa hora incierta del crepúsculo, esa frontera imprecisa entre el día y la noche, me provoca cierto desasosiego, una sensación insoportable de angustia y pesar al verlas vacías, al observarlas quietas y silenciosas; al ver las puertas de las casas cerradas, sin un vecino parado en ellas… La inseguridad obliga a recluirse y tiñe a nuestros barrios con una suerte de atmosfera fantasmal. La vida se retrae ante el miedo, y el silencio y la quietud ganan la pulseada. Entonces, algo tan característico de un barrio, algo tan particular y pintoresco de las vecindades se ha esfumado, desvanecido por el maldito embrujo de una maldad creciente e imponente.
Hasta no hace mucho tiempo podía disfrutarse en cada barrio, o en la mayoría de ellos, en cada cuadra, de un ritual que estos tiempos modernos nos han arrebatado: el simple y sencillo acto de salir a sentarse en la vereda y disfrutar de un momento ameno, distendido, y compartirlo con el resto de los vecinos que eran practicantes de la misma costumbre. ¡Señores! Hoy, se han confabulado unos cuantos factores para que uno de los mayores placeres que teníamos como comunidad nos haya sido arrebatado, una joya robada por una mano oscura, el poder comunicarnos con el otro, con el de al lado, con el de enfrente, con el simple acto de pararnos en la puerta de nuestras casas, para charlar, filosofar, intentar arreglar el mundo, demostrar los buenos directores técnicos de fútbol que somos, quejarnos del gobierno de turno, ponernos al tanto de los últimos chismeríos locales, tan sólo compartir unos mates o quedarse callados observando el cielo estrellado. La vida moderna que nos quita el tiempo libre y nos ocupa y nos preocupa con cosas que antes no necesitábamos; la delincuencia que cada vez es más voraz y más violenta, y la propia indiferencia de la gente que cada vez se aísla más y más. Es una práctica que está al borde de la extinción, algunos corajudos, algunos nostálgicos incurables, inconscientes u obstinados, aun se resisten a encerrarse en sus casas-prisión, pero es un grupo muy reducido, solitario, atomizado y desperdigado aquí y allá, tan reducido y tan diezmado que no alcanza a detectarse. Hoy pasan desapercibidos ante la furia ciclónica de los tiempos modernos. Puede hallarse un hombre parado en el umbral de su puerta fumándose un cigarrillo; podrá encontrarse a una señora asomada por diez minutos junto con su anciana madre, un enamorado arrancándole los últimos besos a su amada antes de despedirse, pero nunca ya podremos ver más de un vecino congregado en la misma cuadra.
Como dije con anterioridad, hasta hace no mucho tiempo, la magia de ese ritual persistía con gran fuerza en nuestras calles. Tan sólo en la cuadra de mi casa mi madre y mi abuela se pasaban horas sentadas en la puerta antes o después de la cena, compartiendo charlas con las vecinas del departamento de arriba, con la señora de al lado o con la Negra y Don Pantuso, los kiosqueros de enfrente que, a su vez, tenían a su propio grupo: el letrista, doña María, la esposa del camionero, las hermanitas solteronas… Daba gusto pasar por esa cuadra de la calle Isabel La Católica en Barracas y poder percibir la alegría de esa gente, de escuchar sus risas, sus cuchicheos, sus voces elevadas… Eran felices con poco, pero con poco eran terriblemente ricos. Poseían el mayor de los tesoros, conocerse con el vecino, conocer sus profesiones, a sus hijos y sus historias… Hoy nadie conoce a nadie, ni siquiera a quien nos cruzamos día a día en el ascensor, hoy nadie se saluda, nadie larga un comentario como al descuido esperando una respuesta de ese otro que era igual a uno. Hoy esa misma cuadra parece arrancada de un pueblo fantasma, algunos murieron, algunos se mudaron y los que quedaron estén donde estén sucumbieron al maleficio, no salen más a la puerta a pasar el tiempo, o bien porque ya no hay tiempo extra que matar, o bien porque ya no es seguro hacerlo afuera. Y no vayan a creer que esa cuadra era una isla, no señores. A la vuelta, en la otra cuadra, a tres, cuatro o cinco manzanas más allá, en todas partes se repetía, no con el mismo fervor de décadas pasadas, no con la misma masividad que cuando yo era un niño, pero aun a comienzos de los ´90 la costumbre gozaba de buena salud, aun no sabía que iba a morir de muerte súbita de un día para otro.
Tengo esos recuerdos mágicos de cuando tenía siete u ocho años, esas noches con vecinos en una calle Azara empedrada y una casa antigua con jardín a delante cuya puerta siempre permanecía abierta. Las puertas de todas las casa permanecían abiertas sin la más mínima preocupación, los niños de la cuadra corriendo entrando y saliendo de ellas como si nada, mientras nuestros padres, reunidos en un solo grupo, hablaban, bromeaban, se divertían y mataban el tiempo. Y en aquellas noches sí que se congregaban todos los vecinos de la cuadra: Coco el dentista y Susana, su esposa; Beto el mecánico y Noemí, su mujer; Mingo y Nelly, los padres de Noemí; mis padres y mis tíos, la familia Camarotta, los Porta, don Fano… Quiero detenerme un segundo en la figura de Mingo, que era, si se me permite, el símbolo, el emblema de aquella tradición perdida irremediablemente. Nunca jamás voy a olvidarme de aquel hombre con cara de bonachón enfundado en sus celestes pantalones de pijama y su camiseta musculosa blanca (en verano) o su gorra de paño y su bufanda (en invierno), las pantuflas de cuero calzadas en sus pies, sentado en su silla bajita de mimbre que tal vez había pertenecido a su padre para realizar a misma práctica. Eran tardes o noches mágicas.
Muchas veces compartían el mate o una cervecita con una picada, dispuesta en una mesita sacada a la vereda para la ocasión. Las charlas eran amenas, la risa predominaba mientras nosotros, los más chicos, los hijos y nietos de esa gente, jugábamos sin preocupaciones a las escondidas, alguna mancha o lo que fuera. Recuerdo también unas mitológicas partidas de ajedrez que mi padre y Beto disputaban las noches de los viernes. Colocaban el tablero sobre la misma mesita de las picadas, disponían las piezas sobre el tablero y comenzaban esas sesiones que, muchas veces se prolongaban hasta las tres o cuatro de la madrugada. Allí, los dos solos, en silencio, jugando en la quietud de las noches estivales, sin el menor miedo, sin la menor perturbación, entregados a su ocio, concentrados en el juego.
Entonces, señores, para ir cerrando esta entrada, estos tiempos modernos que corren, donde la violencia y la inseguridad –quizás alimentada por la pérdida de valores, el avance de las drogas, y la inacción de las autoridades-; la pérdida de tiempo libre, en una era en que al parecer, los ratos de ocio escasean y las preocupaciones y las ocupaciones llenan cada vez más nuestros días que parecen no disponer ya de veinticuatro horas, nos ha arrebatado otro tesoro, han acabado con la magia de esas noches. Las calles de los barrios ahora parecen muertas y el caminante solitario ya no las anda esperanzado de hallar algún vecino disfrutando de su tiempo, sino que se pasea temeroso implorando no cruzarse con nadie que le hiciere pasar un mal momento. Señores, ya no se podrán hallar puertas abiertas invitando a los vecinos, ya no se podrán sentir las voces infantiles de los niños jugando mientras sus padres y abuelos lanzan sonoras carcajadas o elevan sus tonos en discusiones apasionadas pero amenas. La vida se retrae ante el miedo, y el silencio y la quietud ganan la pulseada.

4 comentarios:

Lealdo dijo...

No mencionas a tus vecinas de arriba y como una de ellas resucito la perdida costumbre gracias a su ropa ajustada.
Sabes? En la Boca, esa costumbre de salir a la vereda con sillas o reposeras, mate o termolar de jugo, todavia se estila.

Anónimo dijo...

Casi se me saltaron las lágrimas... Qué tiempos! La Negra y Pantuso, los quiosqueros, eran mis tíos....
Muchas gracias, es precioso. Espero que sigas escribiendo por que tenes cualidades. Un Saludo
Mary

Leonardo Figueroa dijo...

Mary, gracias por tus palabras. Disculpá la demora pero hacìa mucho que no entraba en el blog.
Yo vivía enfrente, en una casa gris junto al deposito de la Seven Up.

nancyyanko dijo...

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