miércoles, 1 de abril de 2009

Los Carnavales.


Erase una vez un lugar donde, en el mes de Febrero, reinaba la algarabía, primaba la diversión, y la fantasía ocupaba las calles; un lugar donde el espíritu de Baco o del Rey Momo, descendía e impregnaba el alma de cada persona. Un lugar, señores, donde se festejaban los Carnavales.
No busquen en ningún planisferio, no tracen cálculos matemáticos para determinar su ubicación pues nos encontramos en él, señores. Si bien, hoy en día, la tradición del carnaval aún perdura, con el correr de los años, fue perdiendo su fuerza y esplendor. Qué factores jugaron para que esto sucediera no puedo afirmarlo, pero sin dudas cosas como el progreso mismo, la cada vez más precaria calidad de las personas, los numerosos avatares económicos que hemos padecido, o lo que fuere, se han confabulado para ir desgastando de a poco, para ir corroyendo esta práctica divertida y pintoresca. La cierto es que los Carnavales de la actualidad no pueden compararse en lo más mínimo con aquellos de antaño, los cuales se vieron reducidos a unos pocos corsos barriales precarios, mal organizados y con poca concurrencia. Los restos de una tradición esplendorosa que se niega a morir pero que agoniza con cada año; una tradición que se niega a morir gracias al esfuerzo loable de un grupo reducido de personas que luchan con fervor por sostenerla. Pero nada recuerda ya a los magníficos corsos que antaño se organizaban, nada recuerda ya a los esplendorosos Bailes Familiares de Carnaval que organizaban los clubes, aquellos bailes que mis padres recordaban con tanto cariño y nostalgia. Era un tiempo de alegría, de diversión sana e inocente, donde tanto en la parte formal (corsos y bailes) como en su parte informal (el juego de carnaval entre los vecinos en los barrios) no estaban manchadas por la violencia, la inseguridad, la droga o los oscuros pensamientos.
Por mi parte, he tenido la suerte de vivir los últimos años (bastantes) en que aun el Carnaval gozaba de muy buena salud. Cómo olvidar aquellos corsos, esos carnavales mágicos, las guerras de agua que se armaban entre los vecinos de la cuadra, y las inefables incursiones que, con mis amigos, realizábamos para conseguir objetivos femeninos a quien dirigir nuestras bombitas de agua. Era una fecha que se esperaba con ansia; se esperaba cuando se era un niño, cuando se era adolescente y porqué no cuando se era adulto. Los días de carnaval no eran iguales al resto, el barrio no era igual en esos días, las noches eran diferentes… El Dios Baco todo lo modificaba. Traspasar los límites de un corso era sumergirse en un mundo mágico, fantástico, de disfraces, brillos, colores, nieve, papel picado, el humo de los puestos de choripan y hamburguesas, luces, agua perfumada, martillitos y cachiporras chillonas, música y comparsas… Comparsas numerosas, bien organizadas, con gente disfrazada, músicos –había acordeones, bombos, redoblantes, trompetas, bufas y martillos-, con su marcha graciosa y rítmica. Comparsas, no las murgas actuales con solo unos pocos saltimbanquis vestidos de colorinche que saltan al ritmo de los bombos. Y entiéndanme que no tengo nada contra estas murgas, pero en nada pueden compararse con las comparsas de antaño que tenían por lo menos una cuadra de extensión y una producción casi teatral. Todo, todo, hasta lo más mundano se tornaba mágico. Y eso era sólo la parte formal del los festejos. Durante el día, durante el día otra clase de magia ocupaba las calles.
Todos por igual, grandes y chicos, se volcaban a las veredas soleadas de esas tardes de verano para jugar al carnaval, armados de baldes, ollas y mangueras con el único objetivo de mojar al prójimo, aprovechando una buena excusa para divertirse y aplacar el calor. Y los más chicos con los magníficos globos de agua, o como los llamábamos vulgarmente: “bombitas de agua”, primero con la inocencia de los niños buscando mojar a las amiguitas de la cuadra, a la hermana o alguna otra conocida; después de más grandecitos, buscando mojar a las chicas más lindas y hasta con la picardía de intentar mojarle sus partes más sobresalientes para ver si se tenía la gracia de percibir alguna transparencia clarificadora, o las incursiones maliciosas para bombardear a los colectivos que pasaban por la esquina. Pero todo era realizado con inocencia, desde la picardía bonachona de chicos sin maldad. Eran días de algarabía, días en que los problemas quedaban de lado, en que los vecinos se unían un poco más para divertirse, pasarla bien. Cada uno tenía sus propias técnicas en el llenado, atado y lanzado de las bombitas. Cada uno era un experto comando en el combate acuífero carnavalesco. Había quienes gustaban de dejar un poquito de aire en el interior del globo para que doliera un poco al impactar; había quienes de cuando en cuando intercalaban una inflada con soda para que doliera bastante al impactar; había quien las prefería pequeñas, otros que le gustaban bien llenas y grandes. Algunos mañosos podían preparar boleadoras uniendo dos y hasta tres bombitas. Para el transporte, cuando se debían hacer incursiones alejándose demasiado del territorio de uno –en donde estaban las bocas de llenado-, se utilizaban baldes, lo más grande posible, llenos de agua en los cuales se depositaban las bombitas ya llenas. La finalidad de esto era que el agua de los baldes mantenía húmedas las bombitas y esto evitaba que se reventaran solas. Los más vagos, o los que detestaban hacer esfuerzos físicos –y créanme que era un gran esfuerzo cargar con un balde de cinco o diez litros lleno de agua y de bombitas rellenas de agua-, las transportaban sosteniendo la tela de sus remeras hacia adelante, formando una especie de bolsa de canguro. El problema de este método es que, como explicaba antes, las bombitas se resecaban y estallaban solas. La otra opción, ideal para vagos, pero que requería un poco de osadía para infiltrarse en los jardines a inflar las bombitas, o al menos contar con la simpatía necesaria para que la vecina se apiade de uno y permita el acceso a la canilla. Y ni hablar cuando el padre o el tío de algún amigo disponían de algún camión o camioneta. Se cargaba a todos los chicos de la cuadra, o de varias cuadras a veces, para que pudieran hacer su incursión con los vehículos cargados de varios baldes con bombitas. Eran como ir en un acorazado o un tanque.
Uno podía ver en esos años, lejanos ya, la evolución del Carnaval. En tiempos de mis padres solo se disponía de pomos de plomo, el famoso lanza perfume o el papel picado; los bailes eran de máscaras y abundaban los Cabezones, hombres disfrazados que portaban enormes cabezas; a medida que fue corriendo el tiempo, los pomos se hicieron de plástico, ya adoptaron formas, quién de los que fue niño en los setenta puede olvidar el pomo con forma de Momia o del Zorro; aparecieron los martillitos y las cachiporras que hacían sonidos cuando golpeaban, y abundaban las caretas (la mayoría de personajes famosos de T.V.). La careta de Balá, del mismo Zorro, de Piluso… Y llegaron los ochenta y el pomo se transformó en lanza agua, el más famoso fue “El Bombero Loco”, y las caretas devinieron en máscaras de goma, que cubrían la cabeza completa, las más populares eran las de monstruos. Nada podía suponer que los Carnavales iban a morir, pero sucedió. Se fue marchitando como una planta a la que le falta riego. Hoy en día, casi no se ven niños jugando al carnaval en las calles, mucho menos se encontrará algún adulto. Hoy en día, los corsos son una muestra penosa, perdieron su esplendor, la violencia prima en sus corsos, donde frecuentan los robos, las peleas, muchas veces tan violentas que los mismos corsos son clausurados. Hoy el espíritu del carnaval no florece, hoy Baco no desparrama sus efluvios sobre los mortales. Hay desidia, apatía, la gente está inmersa en sus preocupaciones, los miedos –bien fundados- minan las ganas de festejar, de continuar esta práctica; la niñez hoy en día es efímera, todo pasa por una computadora, si no está en Facebook o en Hotmail o en You Tube no existe.
El Carnaval está muriendo de muerte natural, sólo quedan unas pocas células vivas pero debilitadas, muy debilitadas. Hay quienes se niegan a dejarlo morir y luchan, pero no es lo mismo. Se valora el esfuerzo de quienes intentan aplazar la defunción, pero no alcanza, porque sin el espíritu colectivo el Rey Momo no volverá a bailar en los barrios.