lunes, 30 de mayo de 2011

De los Asaltos...


Eráse una vez, un lugar dónde los adolescentes cumplían un ritual mágico, sublime, y hasta podría decirse iniciático. Un lugar dónde este ritual marcaba de algún modo el fin de la infancia y, con inocencia, tanto para chicos como para chicas, los introducía en el mundo del amor. Ese ritual que debía llevarse en la casa de algúnmiembro del grupo, de noche, y en lo posible liberado de la censurante mirada de los padres dueños de casa, se denominaba Asalto. Sí, los viejos y ya fabulosos Asaltos, que lejos de lo que puede parecer hoy día, nada tenían que ver con la delicuencia juvenil o la inseguridad.

El "Asalto" eran fiestas organizadas por adolescentes o jovenes que se realizaban en casas de familia, siempre uno del grupo ofrecía su casa. El protocolo indicaba que los varones debían llevar la bebida y las mujeres las cosas para comer. Esta modalidad de fiesta, según narra la leyenda comenzó en los años cincuenta cuando un chico de cierto grupo de amigos ofreció su casa (a escondida de sus padres) una noche para organizar una fiesta. Desde ese día la práctica se fue repitiendo y popularizando y, como el grupo que organizaba la fiesta tomaba la casa de los padres del anfitrión por asalto, literalmente, este tipo de fiestas comenzó a denominarse así: Asaltos.

Organizar un asalto era todo un evento y, para un grupo de adolescentes, organizar el primer asalto marcaba el fin de una etapa y el comienzo de una nueva, mucho más promisoria, marcaba en ingreso al mundo de la caza amorosa, pues más allá de pasarla bien, escuchar música, divertirse y bailar, el objetivo principal era poderse "apretar" a la chica (o al chico en el caso de las mujeres) que te gustaba. En muchos casos, donde el nivel de organización era más complejo, los chicos solían preparar las luces para el evento que consistían en unos cuantos portalámparas conectados en serie dentro de latas de durazno a manera de spots cuyas bocas se cubrían con papel selofán de distintas tonalidades y así tener luces de colores; con el paso del tiempo y la llegada de la electrónica, quien se daba maña, también agregaba un efecto estroboscópico o que las luces se encendieran y apagaran al ritmo de la música; y losmás fanáticos hasta conseguían la famosa bola de espejitos.

Generalmente los Asaltos se llevaban a cabo o bien en el patio de la casa o bien en la terraza en epoca estival o de calor (que era la época en que más proliferaban este tipo de fiestas) o bien en alguna casa que dispusiera de un comedor o living amplio para la época invernal. Tenía tres etapas bien definidas a saber: Llegada de los invitados: había un interludio de entre media hora y una hora que era el tiempo en que iban llegando los invitados, se saludaba, se conversaba unpoco mientras las chicas iban disponiendo de la comida y bebida traídas en una mesa preparada para la ocasión. También se acomodaba la música que, con el tiempo fue variando de formato: al principio long plays de pasta o de vinilo y después le siguieron los cassettes (no estoy seguro, pero creo que cuando apareció el CD, la práctica del Asalto ya había muerto o estaba agonizando). La comida no era nada sofisticado y la mayoría consistía en papas fritas, palitos salados o maníes; algunas chicas con mamás con ganas de trabajar podrán llegar a traer sandwichs y hasta tortas. Las bebidas invariablemente eran gaseosas, aunque siempre estaba el avivado que se traía alguna petaquita como para juntar ánimos. La música a veces era motivo de discusión pues chocaban gustos demasiados variados y lo que le gustaba a uno no le gustaba al otro y así. La segunda etapa consistía en un breve lapso para llenar el estómago, ponerse de acuerdo con qué musica se arrancaría, marcarse qué señorita iba ser el blanco de cada quién (eso entre los varones) como para no andar pisando terreno de otro, etc. La tercera etapa ya era el baile propiamente dicho, se comenzaba con música movida, lo que la moda del momento mandara: rock nacional, americano, pop de los 80, algún que otro tema heavy podía colarse. En esta etapa uno ya iba perfilando a ver si la chica en cuestión tenía onda con uno o no, y se aprovechaba este atapa, que tenía sus recesos para beber o seguir engullendo comida, para propiciar el chamuyo adecuando para hacer caer a la chica deseada. Y entonces comenzaba la cuarta y última etapa, y la más esperada por todos, tal vez, creo yo, se organizaba un asalto sólo esperando esta etapa: Los Lentos. Y ahí si la parla había dado resultado, llegaba el momento en la que la chica en cuestión se rendía a nuestros encantos, o sino, continuaba la estrategia y ahora comenzaba una lucha sutil con la dama de, simulando estar siguiendo los pasos del baile, llevartela a un rincón oscuro. Claro que acá nunca faltaba quién apagaba las luces para contar con la complicidad de las sombras y ocultar a los ojos de los padres dueños de la casa (sobre todo si eran los padres de alguna de las señoritas). Y acá se daba otra batalla. Si los padres de la dueña de casa eran medio cuidas, generalmente hacían visitas de sorpresa para ver que hacían esos zatrapas que habían invadido su casa y no sabían que intenciones tenían con la nena. Estos mismos padres eran los que, cuando se apagaba la luz, aparecían para prenderla, a lo cual, cuando se retiraban volvía a apagarse, y ellos regrsaban y volvían a encenderla, y así, hasta ver cuál de las dos voluntades prevalecía. El caso contrario, poro igual de incómodo se daba cuando, los padres eran "gambas", o sea eran piolas, pero ya se iban al otro extremo y, presenciaban todo el baile y hasta sacaban fotos, chochos con la nena (o el nene) que estaba de baile con sus amiguitos, y el más atorrante de todos le arrasraba el ala. Es más, algunos hasta invitaban matrimonios amigos o a hermonos y cuñados para que vieran como la nena o el nene y sus amigos se divertían. Esto conspiraba con las intenciones cazadoras de los chicos, pues nadie se atrevía (no por lo menos con la dueña de casa) a intentar nada. Y las chicas sobre todo eran las más cohibidas.

Lo cierto es que, con la aparición de las Matinés, o sea los bailes en los locales bailables (discoteques) para menores de 18 años, bailes que comienzan a las 18 o 19 horas y concluyen a la medianoche, el Asalto fue muriendo paulatinamente hasta que se extinguió. Hoy a nadie se le ocurre siquiera festejar un cumpleaños con un baile en su propia casa y hasta las estrategias de seducción se hicieron menos personales (o en persona, mejor dicho) si para eso está el chat o los mensajitos de texto. Atrás quedó ese mundo extraño donde una fiesta organizada en la terraza de una caza, con luces hechas con latas y música pasada por uno mismo en precarios grabadores o toca discos, era algo mágico, maravilloso y para muchos podía convertirse en la noche más recordada de su vida: la del primer beso, la de la primera novia/o, la de la primera borrachera, la primera trasgresión a escondida de los padres, pero de forma sana, inocente, para nada despojada de esa candidez que a pesar de todo un se negaba a abandonar.

viernes, 8 de mayo de 2009

De Manchas, Escondidas y otros Juegos...


Erase una vez un tiempo donde los niños llenaban las calles cargándolas de sus risas alegres y traviesas, donde correteaban, saltaban y jugaban todo el día. Un tiempo en dónde no existían computadoras ni celulares, donde la era digital y virtual todavía no había extendido sus tentáculos, donde las horas eran laaargaaasss, la inseguridad era una palabra extraña en el vocabulario cotidiano, y los chicos podían darse el lujo de permanecer jugando en la vereda o en las plazas hasta que cayera la noche.
Hoy en día, el fantástico ritual de los juegos tradicionales murió. Hoy ya no hay grupos de niños ocultándose donde fuere (autos estacionados, puertas, canteros, árboles…). Ya no se escucha la cuenta de aquel que apoyado en la pared con sus ojos cerrados al final anunciará que “el que no se escondió se embromará”; o aquel héroe que al grito de “Piedra libre para todos mis compañeros”, salvará a los incautos cuyos escondites han sido descubiertos. Hoy en día ya no pueden verse chicos persiguiendo chicas o viceversa, emulando a policías y ladrones; ni veremos tampoco al pobre saltando en una sola “pata”, intentando dar alcance a alguno de sus amigos y así librarse de la maldición de ser Mancha Mosca. Tampoco al infortunado que en la Mancha Venenosa, fue tocado con malicia en el tobillo, o el malón persiguiendo a los pocos sobrevivientes en la Mancha Indio… ¿Qué fue de aquellos antecedentes de las Estatuas Humanas que se esmeraban por no mover un músculo cuando el que daba la señal declaraba: “43, 70, Un, dos, tres, sopa ya”? ¿Qué, de las niñas saltando al elástico al compás de una cancioncita inventada para la ocasión, la soga, o esos juegos de golpearse las manos? Ya no hay más Rango y mida, Cachurra monta la burra, 14 la perdí, o cualquiera de las encarnaciones que tuvo el rango. Ni las rondas de los más pequeños o los cantos inocentes: “Ya no hay quien se ría para irse al cuartel; y sobre el puente de Avignon ya no canta nadie, ni la Farolera ya tropieza más; Mambrú ya no va a la Guerra, ni los Maderos de San Juan hacen aserrín, aserrán y a Su Señoría ya no le dicen más sus Buenos Días”. El Fideo fino sólo se puede hallar en una Fábrica de Pastas…
Hoy todo es digital, hoy todo es virtual. Hoy si algo no tiene chips o bits, no divierte. Hoy la imaginación de los niños permanece aletargada, sin uso. ¿Para qué? Si una consola de juegos o una computadora ya tienen todo listo, con mejores imágenes que las que el cerebro puede aportar. ¿Para qué? Si hay alguien al que le pagan para usar su imaginación por ellos. Hoy todo aburre. Una escondida, una ronda se ve como algo tonto; la inocencia quedó aplastada por ladrones de autos o asesinos despiadados desde el monitor de una computadora dentro de un oscuro cibercafé o el cuarto cerrado de una casa.

miércoles, 1 de abril de 2009

Los Carnavales.


Erase una vez un lugar donde, en el mes de Febrero, reinaba la algarabía, primaba la diversión, y la fantasía ocupaba las calles; un lugar donde el espíritu de Baco o del Rey Momo, descendía e impregnaba el alma de cada persona. Un lugar, señores, donde se festejaban los Carnavales.
No busquen en ningún planisferio, no tracen cálculos matemáticos para determinar su ubicación pues nos encontramos en él, señores. Si bien, hoy en día, la tradición del carnaval aún perdura, con el correr de los años, fue perdiendo su fuerza y esplendor. Qué factores jugaron para que esto sucediera no puedo afirmarlo, pero sin dudas cosas como el progreso mismo, la cada vez más precaria calidad de las personas, los numerosos avatares económicos que hemos padecido, o lo que fuere, se han confabulado para ir desgastando de a poco, para ir corroyendo esta práctica divertida y pintoresca. La cierto es que los Carnavales de la actualidad no pueden compararse en lo más mínimo con aquellos de antaño, los cuales se vieron reducidos a unos pocos corsos barriales precarios, mal organizados y con poca concurrencia. Los restos de una tradición esplendorosa que se niega a morir pero que agoniza con cada año; una tradición que se niega a morir gracias al esfuerzo loable de un grupo reducido de personas que luchan con fervor por sostenerla. Pero nada recuerda ya a los magníficos corsos que antaño se organizaban, nada recuerda ya a los esplendorosos Bailes Familiares de Carnaval que organizaban los clubes, aquellos bailes que mis padres recordaban con tanto cariño y nostalgia. Era un tiempo de alegría, de diversión sana e inocente, donde tanto en la parte formal (corsos y bailes) como en su parte informal (el juego de carnaval entre los vecinos en los barrios) no estaban manchadas por la violencia, la inseguridad, la droga o los oscuros pensamientos.
Por mi parte, he tenido la suerte de vivir los últimos años (bastantes) en que aun el Carnaval gozaba de muy buena salud. Cómo olvidar aquellos corsos, esos carnavales mágicos, las guerras de agua que se armaban entre los vecinos de la cuadra, y las inefables incursiones que, con mis amigos, realizábamos para conseguir objetivos femeninos a quien dirigir nuestras bombitas de agua. Era una fecha que se esperaba con ansia; se esperaba cuando se era un niño, cuando se era adolescente y porqué no cuando se era adulto. Los días de carnaval no eran iguales al resto, el barrio no era igual en esos días, las noches eran diferentes… El Dios Baco todo lo modificaba. Traspasar los límites de un corso era sumergirse en un mundo mágico, fantástico, de disfraces, brillos, colores, nieve, papel picado, el humo de los puestos de choripan y hamburguesas, luces, agua perfumada, martillitos y cachiporras chillonas, música y comparsas… Comparsas numerosas, bien organizadas, con gente disfrazada, músicos –había acordeones, bombos, redoblantes, trompetas, bufas y martillos-, con su marcha graciosa y rítmica. Comparsas, no las murgas actuales con solo unos pocos saltimbanquis vestidos de colorinche que saltan al ritmo de los bombos. Y entiéndanme que no tengo nada contra estas murgas, pero en nada pueden compararse con las comparsas de antaño que tenían por lo menos una cuadra de extensión y una producción casi teatral. Todo, todo, hasta lo más mundano se tornaba mágico. Y eso era sólo la parte formal del los festejos. Durante el día, durante el día otra clase de magia ocupaba las calles.
Todos por igual, grandes y chicos, se volcaban a las veredas soleadas de esas tardes de verano para jugar al carnaval, armados de baldes, ollas y mangueras con el único objetivo de mojar al prójimo, aprovechando una buena excusa para divertirse y aplacar el calor. Y los más chicos con los magníficos globos de agua, o como los llamábamos vulgarmente: “bombitas de agua”, primero con la inocencia de los niños buscando mojar a las amiguitas de la cuadra, a la hermana o alguna otra conocida; después de más grandecitos, buscando mojar a las chicas más lindas y hasta con la picardía de intentar mojarle sus partes más sobresalientes para ver si se tenía la gracia de percibir alguna transparencia clarificadora, o las incursiones maliciosas para bombardear a los colectivos que pasaban por la esquina. Pero todo era realizado con inocencia, desde la picardía bonachona de chicos sin maldad. Eran días de algarabía, días en que los problemas quedaban de lado, en que los vecinos se unían un poco más para divertirse, pasarla bien. Cada uno tenía sus propias técnicas en el llenado, atado y lanzado de las bombitas. Cada uno era un experto comando en el combate acuífero carnavalesco. Había quienes gustaban de dejar un poquito de aire en el interior del globo para que doliera un poco al impactar; había quienes de cuando en cuando intercalaban una inflada con soda para que doliera bastante al impactar; había quien las prefería pequeñas, otros que le gustaban bien llenas y grandes. Algunos mañosos podían preparar boleadoras uniendo dos y hasta tres bombitas. Para el transporte, cuando se debían hacer incursiones alejándose demasiado del territorio de uno –en donde estaban las bocas de llenado-, se utilizaban baldes, lo más grande posible, llenos de agua en los cuales se depositaban las bombitas ya llenas. La finalidad de esto era que el agua de los baldes mantenía húmedas las bombitas y esto evitaba que se reventaran solas. Los más vagos, o los que detestaban hacer esfuerzos físicos –y créanme que era un gran esfuerzo cargar con un balde de cinco o diez litros lleno de agua y de bombitas rellenas de agua-, las transportaban sosteniendo la tela de sus remeras hacia adelante, formando una especie de bolsa de canguro. El problema de este método es que, como explicaba antes, las bombitas se resecaban y estallaban solas. La otra opción, ideal para vagos, pero que requería un poco de osadía para infiltrarse en los jardines a inflar las bombitas, o al menos contar con la simpatía necesaria para que la vecina se apiade de uno y permita el acceso a la canilla. Y ni hablar cuando el padre o el tío de algún amigo disponían de algún camión o camioneta. Se cargaba a todos los chicos de la cuadra, o de varias cuadras a veces, para que pudieran hacer su incursión con los vehículos cargados de varios baldes con bombitas. Eran como ir en un acorazado o un tanque.
Uno podía ver en esos años, lejanos ya, la evolución del Carnaval. En tiempos de mis padres solo se disponía de pomos de plomo, el famoso lanza perfume o el papel picado; los bailes eran de máscaras y abundaban los Cabezones, hombres disfrazados que portaban enormes cabezas; a medida que fue corriendo el tiempo, los pomos se hicieron de plástico, ya adoptaron formas, quién de los que fue niño en los setenta puede olvidar el pomo con forma de Momia o del Zorro; aparecieron los martillitos y las cachiporras que hacían sonidos cuando golpeaban, y abundaban las caretas (la mayoría de personajes famosos de T.V.). La careta de Balá, del mismo Zorro, de Piluso… Y llegaron los ochenta y el pomo se transformó en lanza agua, el más famoso fue “El Bombero Loco”, y las caretas devinieron en máscaras de goma, que cubrían la cabeza completa, las más populares eran las de monstruos. Nada podía suponer que los Carnavales iban a morir, pero sucedió. Se fue marchitando como una planta a la que le falta riego. Hoy en día, casi no se ven niños jugando al carnaval en las calles, mucho menos se encontrará algún adulto. Hoy en día, los corsos son una muestra penosa, perdieron su esplendor, la violencia prima en sus corsos, donde frecuentan los robos, las peleas, muchas veces tan violentas que los mismos corsos son clausurados. Hoy el espíritu del carnaval no florece, hoy Baco no desparrama sus efluvios sobre los mortales. Hay desidia, apatía, la gente está inmersa en sus preocupaciones, los miedos –bien fundados- minan las ganas de festejar, de continuar esta práctica; la niñez hoy en día es efímera, todo pasa por una computadora, si no está en Facebook o en Hotmail o en You Tube no existe.
El Carnaval está muriendo de muerte natural, sólo quedan unas pocas células vivas pero debilitadas, muy debilitadas. Hay quienes se niegan a dejarlo morir y luchan, pero no es lo mismo. Se valora el esfuerzo de quienes intentan aplazar la defunción, pero no alcanza, porque sin el espíritu colectivo el Rey Momo no volverá a bailar en los barrios.

martes, 31 de marzo de 2009

De los vecinos en la puerta.


Caminar por las calles del barrio –supongo que por las calles de cualquier barrio será igual- en esa hora incierta del crepúsculo, esa frontera imprecisa entre el día y la noche, me provoca cierto desasosiego, una sensación insoportable de angustia y pesar al verlas vacías, al observarlas quietas y silenciosas; al ver las puertas de las casas cerradas, sin un vecino parado en ellas… La inseguridad obliga a recluirse y tiñe a nuestros barrios con una suerte de atmosfera fantasmal. La vida se retrae ante el miedo, y el silencio y la quietud ganan la pulseada. Entonces, algo tan característico de un barrio, algo tan particular y pintoresco de las vecindades se ha esfumado, desvanecido por el maldito embrujo de una maldad creciente e imponente.
Hasta no hace mucho tiempo podía disfrutarse en cada barrio, o en la mayoría de ellos, en cada cuadra, de un ritual que estos tiempos modernos nos han arrebatado: el simple y sencillo acto de salir a sentarse en la vereda y disfrutar de un momento ameno, distendido, y compartirlo con el resto de los vecinos que eran practicantes de la misma costumbre. ¡Señores! Hoy, se han confabulado unos cuantos factores para que uno de los mayores placeres que teníamos como comunidad nos haya sido arrebatado, una joya robada por una mano oscura, el poder comunicarnos con el otro, con el de al lado, con el de enfrente, con el simple acto de pararnos en la puerta de nuestras casas, para charlar, filosofar, intentar arreglar el mundo, demostrar los buenos directores técnicos de fútbol que somos, quejarnos del gobierno de turno, ponernos al tanto de los últimos chismeríos locales, tan sólo compartir unos mates o quedarse callados observando el cielo estrellado. La vida moderna que nos quita el tiempo libre y nos ocupa y nos preocupa con cosas que antes no necesitábamos; la delincuencia que cada vez es más voraz y más violenta, y la propia indiferencia de la gente que cada vez se aísla más y más. Es una práctica que está al borde de la extinción, algunos corajudos, algunos nostálgicos incurables, inconscientes u obstinados, aun se resisten a encerrarse en sus casas-prisión, pero es un grupo muy reducido, solitario, atomizado y desperdigado aquí y allá, tan reducido y tan diezmado que no alcanza a detectarse. Hoy pasan desapercibidos ante la furia ciclónica de los tiempos modernos. Puede hallarse un hombre parado en el umbral de su puerta fumándose un cigarrillo; podrá encontrarse a una señora asomada por diez minutos junto con su anciana madre, un enamorado arrancándole los últimos besos a su amada antes de despedirse, pero nunca ya podremos ver más de un vecino congregado en la misma cuadra.
Como dije con anterioridad, hasta hace no mucho tiempo, la magia de ese ritual persistía con gran fuerza en nuestras calles. Tan sólo en la cuadra de mi casa mi madre y mi abuela se pasaban horas sentadas en la puerta antes o después de la cena, compartiendo charlas con las vecinas del departamento de arriba, con la señora de al lado o con la Negra y Don Pantuso, los kiosqueros de enfrente que, a su vez, tenían a su propio grupo: el letrista, doña María, la esposa del camionero, las hermanitas solteronas… Daba gusto pasar por esa cuadra de la calle Isabel La Católica en Barracas y poder percibir la alegría de esa gente, de escuchar sus risas, sus cuchicheos, sus voces elevadas… Eran felices con poco, pero con poco eran terriblemente ricos. Poseían el mayor de los tesoros, conocerse con el vecino, conocer sus profesiones, a sus hijos y sus historias… Hoy nadie conoce a nadie, ni siquiera a quien nos cruzamos día a día en el ascensor, hoy nadie se saluda, nadie larga un comentario como al descuido esperando una respuesta de ese otro que era igual a uno. Hoy esa misma cuadra parece arrancada de un pueblo fantasma, algunos murieron, algunos se mudaron y los que quedaron estén donde estén sucumbieron al maleficio, no salen más a la puerta a pasar el tiempo, o bien porque ya no hay tiempo extra que matar, o bien porque ya no es seguro hacerlo afuera. Y no vayan a creer que esa cuadra era una isla, no señores. A la vuelta, en la otra cuadra, a tres, cuatro o cinco manzanas más allá, en todas partes se repetía, no con el mismo fervor de décadas pasadas, no con la misma masividad que cuando yo era un niño, pero aun a comienzos de los ´90 la costumbre gozaba de buena salud, aun no sabía que iba a morir de muerte súbita de un día para otro.
Tengo esos recuerdos mágicos de cuando tenía siete u ocho años, esas noches con vecinos en una calle Azara empedrada y una casa antigua con jardín a delante cuya puerta siempre permanecía abierta. Las puertas de todas las casa permanecían abiertas sin la más mínima preocupación, los niños de la cuadra corriendo entrando y saliendo de ellas como si nada, mientras nuestros padres, reunidos en un solo grupo, hablaban, bromeaban, se divertían y mataban el tiempo. Y en aquellas noches sí que se congregaban todos los vecinos de la cuadra: Coco el dentista y Susana, su esposa; Beto el mecánico y Noemí, su mujer; Mingo y Nelly, los padres de Noemí; mis padres y mis tíos, la familia Camarotta, los Porta, don Fano… Quiero detenerme un segundo en la figura de Mingo, que era, si se me permite, el símbolo, el emblema de aquella tradición perdida irremediablemente. Nunca jamás voy a olvidarme de aquel hombre con cara de bonachón enfundado en sus celestes pantalones de pijama y su camiseta musculosa blanca (en verano) o su gorra de paño y su bufanda (en invierno), las pantuflas de cuero calzadas en sus pies, sentado en su silla bajita de mimbre que tal vez había pertenecido a su padre para realizar a misma práctica. Eran tardes o noches mágicas.
Muchas veces compartían el mate o una cervecita con una picada, dispuesta en una mesita sacada a la vereda para la ocasión. Las charlas eran amenas, la risa predominaba mientras nosotros, los más chicos, los hijos y nietos de esa gente, jugábamos sin preocupaciones a las escondidas, alguna mancha o lo que fuera. Recuerdo también unas mitológicas partidas de ajedrez que mi padre y Beto disputaban las noches de los viernes. Colocaban el tablero sobre la misma mesita de las picadas, disponían las piezas sobre el tablero y comenzaban esas sesiones que, muchas veces se prolongaban hasta las tres o cuatro de la madrugada. Allí, los dos solos, en silencio, jugando en la quietud de las noches estivales, sin el menor miedo, sin la menor perturbación, entregados a su ocio, concentrados en el juego.
Entonces, señores, para ir cerrando esta entrada, estos tiempos modernos que corren, donde la violencia y la inseguridad –quizás alimentada por la pérdida de valores, el avance de las drogas, y la inacción de las autoridades-; la pérdida de tiempo libre, en una era en que al parecer, los ratos de ocio escasean y las preocupaciones y las ocupaciones llenan cada vez más nuestros días que parecen no disponer ya de veinticuatro horas, nos ha arrebatado otro tesoro, han acabado con la magia de esas noches. Las calles de los barrios ahora parecen muertas y el caminante solitario ya no las anda esperanzado de hallar algún vecino disfrutando de su tiempo, sino que se pasea temeroso implorando no cruzarse con nadie que le hiciere pasar un mal momento. Señores, ya no se podrán hallar puertas abiertas invitando a los vecinos, ya no se podrán sentir las voces infantiles de los niños jugando mientras sus padres y abuelos lanzan sonoras carcajadas o elevan sus tonos en discusiones apasionadas pero amenas. La vida se retrae ante el miedo, y el silencio y la quietud ganan la pulseada.

martes, 23 de septiembre de 2008

Los Potreros.

Hoy por hoy, seguramente, se han convertido en un espacio mítico, de leyenda, un lugar perdido tras la niebla de un tiempo no tan lejano; un lugar desplazado por el progreso que todo lo quita, todo lo transforma y lo hace caer en esa dimensión distante y a la vez casi inmediata, brumosa y a la vez, nítida, que son nuestros recuerdos. Puede que aun sobrevivan algunos pocos, aquí o allá. Puede que, como bastiones irreductibles, aun resista uno que otro, en algún pueblito, de esos donde el progreso suele remolonear, tomarse su tiempo en llegar.
Estoy hablando, claro, de los potreros. ¿Quién que cuente con veinticinco años o más y sea amante de la práctica del fútbol no ha jugado algún picadito en un potrero alguna vez? ¿Quién no ha gastado las zapatillas en sus duros suelos de reseca tierra y pedregullo? ¿Quién no se ha embarrado hasta las orejas por jugar esos inigualables partidos bajo la lluvia? ¿Quién no se ha lastimado rodillas, codos y otras partes del cuerpo al querés sacar alguna pelota desde el piso o al caer victima de un artero foult desde atrás? Pero para las generaciones que no disfrutaron de uno ¿qué es, o mejor dicho, qué era un potrero?
El diccionario nos dice que potrero es: “Lugar dedicado a la cría y pasto del ganado caballar”. O sea, un gran espacio abierto donde los potros se criaban, retozaban y pastaban. Ahora bien, el uso popular de esta palabra nos dice que potrero era todo lugar abierto y descampado donde la muchachada jugaba al fútbol. Probablemente se los haya designado así porque se la pasaban corriendo todo el día como potrillos o porque jugaban como caballos.
Ahora bien, todo lugar libre podía convertirse en un potrero, o para decirlo de un modo más exacto , todo potrero podía transformarse en una improvisada cancha de fútbol: un terreno baldío, un rincón desusado de la placita de la esquina, algún campito, el terreno bajo la autopista, y porqué no la misma calle (yo solía jugar con mis amigos del barrio exhaustivos picaditos en las calles de Barracas, con sus desparejo adoquinado que hacía picar a la pelota de una forma endemoniada; los portones de los garajes y depósitos o las persianas de los talleres mecánicos nos servían de arcos). Aquellos lugares maltratados, con yuyos y mala hierba, pozos, piedras y hasta peligrosos culos de botellas, o que poseían el terreno totalmente desnivelado, en nuestras mentes, en las mentes de todo aquel que alguna vez jugó en ellos, pasaba a ser el mejor de los estadios. Estos sitios sin arcos, sin líneas de cal ni de ningún tipo que indicara sus límites se convertían en canchas, campos de juego fabulosos, pero claro, todo era muy subjetivo, por ende comenzaban los problemas de apreciaciones. Cada cual se imaginaba su proita cancha, y unos podían creer estar jugando en el Maracaná mientras que los contrarios en la Cancha de Boca. Ya fuese culpa de la imaginación más volátil, o por intentar sacar alguna ventaja deportiva, las dimensiones de la cancha ola altura de los travesaños siempre constituyeron motivo de discusión. De modo que, antes de comenzar un cotejo, y para no sufrir interrupciones reiteradas en el medio del partido, interrupciones que no contribuían en nada al desarrollo del juego, había que establecer claramente las reglas del encuentro. Cada equipo, por lo general tenía su propia cancha, es decir, contaba con su propio potrero, y cada equipo, por eso, tenía sus propias reglas y muchas veces variaban de partido en partido. Acá los supuestos no existían, lo que no se había aclarado de antemano podía resultar una sorpresa después y así dar comienzo a acaloradas discusiones bizantinas que podían derivar en trompadas, en el mejor de los casos. Lo que no se había preguntado antes del encuentro no tenía derecho a reclamo.

Las reglas generalmente se centraban en las dimensiones del campo de juego, ya que esa era la cuestión más controvertida de todas. Con respecto al travesaño, la cosa era un poco más fácil de definir ya que se tomaba como referencia la altura del arquero, aunque es cierto también que en este punto era muy fácil hacer trampa tanto de un lado como del otro, ya que si el arquero era lo bastante pícaro y astuto podía flexionar sus piernas para disminuir su estatura y así crear la ilusión de que la pelota pasó más alto de lo que en realidad pasó. Y siempre esto era motivo de discusión pues lo que para el equipo atacante la pelota había rozado los dedos del arquero, para el equipo defensor había pasado a kilómetros de la cabeza del guardameta.
Para definir los laterales de la cancha siempre podía como referencia algún elemento característico del lugar: un árbol, un poste de luz, arbustos, las vías del tren, una zanja, o donde empezaba el pastito más alto o los yuyos. En los últimos casos no había mucho problema, porque no se podía seguir gambeteando sobre las vías y mucho menos dentro de una zanja, o donde el pasto crecía con profusión. El problema estaba en las marcas tales como árboles, postes, o algo parecido, pues sólo era posible darse cuenta cabalmente cuando el balón salía junto a dichos elementos. Pero si la jugada se producía algunos metros más allá, volvía a tener incidencia la subjetividad de las partes en disputa y las discusiones florecían.
El otro gran problema, el otro motivo constante de discusión, y que podía escudarse en la picardía y en la subjetividad de los equipos era la medida del área. Claro, al no existir línea alguna cada quien veía el área del tamaño de su conveniencia. Para el equipo atacante, el arquero siempre tomaba la pelota con la mano fuera del área; para el equipo defensor el área nunca se terminaba.
En nuestros partidos barriales en las calles adoquinadas, donde la cancha era de vereda a vereda, el tema de los laterales se complicaba mucho. Casi siempre tomábamos como referencia un árbol, algún canasto para la basura o la puerta de una casa, pero claro, en medio de la calle, la línea imaginaria trazada desde alguno de estos hitos se hacía de lo más imprecisa. Así el partido podía llegar a durar toda la tarde a causa de las interrupciones que se daban gracias a las discusiones y también, cabe aclararlo, por apartarnos para dejar pasar a los colectivos y autos que circulaban por ahí (esto constituía más un motivo de supervivencia que otra cosa).
A pesar de todas estas aparentes desventajas u obstáculos, no había como jugar en un potrero. En los potreros se respiraba también un aire de aventura. No era lo mismo jugar un partido en un potrero que en una canchita con todas las de la ley. En los potreros había que demostrar resistencia pues siempre las canchas de los potreros eran mucho, mucho más grandes que una canchita normal; había que demostrar gran habilidad pues el terreno en malas condiciones o desparejo obligaban a uno a manejar la pelota no sólo para que el contrario no se la quitase, sino también para que los pozos, o las lomitas, o las piedras no nos jugaran en contra. En mi caso particular yo gané dos yesos por jugar a la pelota en potreros. Una vez sufrí la fractura de la muñeca derecha por colocar la mano cuando caí hacia atrás tras un empujón para evitar que mi cabeza impactara contra un culo de botella oculto entre yuyos; la segunda ocasión fue un grave esguince al pisar un pocito que se atravesó en mi carrera hacia un gol que hizo doblar mi tobillo hacia ambos lados. Pero uno podía sentirse orgulloso de haber sufrido aquellas lesiones. Eran como heridas de guerra y dignas de contar ante quien quisiera escuchar. Lamentablemente, este estado deplorable del terreno, ponía en riesgo al elemento más importante de este juego: la pelota, sobre todo si el potrero era rico en piedras y vidrios o si estaba rodeado por casas y lugares altos e inaccesibles. En este caso, el que salía perdiendo irremediablemente era el dueño de la número 5 y dado que proliferaban los burros expertos en colgar o destruir balones, otra de las reglas más usadas, y diría que está si era Universal y para todos los casos igual, era la tan mentada: “rompe, pincha, cuelga garpa”. En resumidas: todo aquel que causara daño irreparable a la pelota debía hacerse cargo monetariamente de la reposición a su respectivo dueño de un balón semejante pero nuevo.
Hoy en día, los picaditos son lo más profesional que pueden ser y el potrero quedó desplazado por las paquetas canchitas de césped sintético, con sus arcos, sus líneas delimitadoras, sus áreas bien marcadas… Hoy ya no se corre el riesgo de lastimarse con la accidentada geografía del terreno, ni que la pelota se cuelgue o se rompa, pero no es lo mismo. Hoy cada uno que va a jugar un partido es una burda imitación de un jugador profesional, utilizando vestimenta oficial, los mismos peinados o cortes de pelo, la misma forma de festejar. Antes cada uno jugaba con lo que tenía, no hacía falta uniformarse. Y al jugador se lo identificaba con el color de camiseta o remera que tenía puesta. Nadie que haya jugado en un potrero podrá olvidarse de los clásicos: “¡Rojo, pasala Rojo!”, “¡Azul juega, Azul juega!”, “¡No Amarillo! ¡Que morfón que sos!”. Pero los tiempos cambian y los potreros han sido reemplazado por complejos deportivos; frases inolvidables como: “se va en el árbol” o “pegó en el palo ¿no ves que se movió la remera?” cedieron su lugar a otras como: “esperá que dejo las cosas en el vestuario” o “la pucha me olvidé el Ratisalil”. También el tiempo de juego varió pues en el potrero un partido duraba toda la tarde, o se podían jugar varios partidos durante toda la tarde (o bueno, muchas veces hasta que llegaban los más grandes y nos desalojaban a base de amenazar nuestra integridad física). Pero ahora, en una canchita de estos complejos deportivos tan sólo es posible jugar una hora o dos, previo pago de la suma correspondiente, y muchas veces antes que expire el tiempo contratado, ya hay una legión de nuevos jugadores esperando con ansias poder ocupar la misma cancha. Y lo que es peor, la noventa y cinco por ciento de las canchas son techadas. No se ve el sol cuando está despejado, los nubarrones negros no amenazan con descargar su lluvia furiosa, no hay más partidazos en medio de lodazales… Habrá que conformarse con el recuerdo de lo que fueron aquellos días de gloria en aquellos lugares de ensueño donde nuestra niñez y, porqué no, adolescencia, cobró una dimensión mágica.
Por eso, señores, hoy he querido evocar estos lugares sagrados que han sido masillados por la evolución de las sociedades, por la modernidad, por el tiempo cruel que todo lo cambia. A todos aquellos que alguna vez, poco o mucho, hace más o menos tiempo, haya disfrutado de un potrero, espero que le haya hecho revivir hermosos momentos este pobre relato.