martes, 23 de septiembre de 2008

Los Potreros.

Hoy por hoy, seguramente, se han convertido en un espacio mítico, de leyenda, un lugar perdido tras la niebla de un tiempo no tan lejano; un lugar desplazado por el progreso que todo lo quita, todo lo transforma y lo hace caer en esa dimensión distante y a la vez casi inmediata, brumosa y a la vez, nítida, que son nuestros recuerdos. Puede que aun sobrevivan algunos pocos, aquí o allá. Puede que, como bastiones irreductibles, aun resista uno que otro, en algún pueblito, de esos donde el progreso suele remolonear, tomarse su tiempo en llegar.
Estoy hablando, claro, de los potreros. ¿Quién que cuente con veinticinco años o más y sea amante de la práctica del fútbol no ha jugado algún picadito en un potrero alguna vez? ¿Quién no ha gastado las zapatillas en sus duros suelos de reseca tierra y pedregullo? ¿Quién no se ha embarrado hasta las orejas por jugar esos inigualables partidos bajo la lluvia? ¿Quién no se ha lastimado rodillas, codos y otras partes del cuerpo al querés sacar alguna pelota desde el piso o al caer victima de un artero foult desde atrás? Pero para las generaciones que no disfrutaron de uno ¿qué es, o mejor dicho, qué era un potrero?
El diccionario nos dice que potrero es: “Lugar dedicado a la cría y pasto del ganado caballar”. O sea, un gran espacio abierto donde los potros se criaban, retozaban y pastaban. Ahora bien, el uso popular de esta palabra nos dice que potrero era todo lugar abierto y descampado donde la muchachada jugaba al fútbol. Probablemente se los haya designado así porque se la pasaban corriendo todo el día como potrillos o porque jugaban como caballos.
Ahora bien, todo lugar libre podía convertirse en un potrero, o para decirlo de un modo más exacto , todo potrero podía transformarse en una improvisada cancha de fútbol: un terreno baldío, un rincón desusado de la placita de la esquina, algún campito, el terreno bajo la autopista, y porqué no la misma calle (yo solía jugar con mis amigos del barrio exhaustivos picaditos en las calles de Barracas, con sus desparejo adoquinado que hacía picar a la pelota de una forma endemoniada; los portones de los garajes y depósitos o las persianas de los talleres mecánicos nos servían de arcos). Aquellos lugares maltratados, con yuyos y mala hierba, pozos, piedras y hasta peligrosos culos de botellas, o que poseían el terreno totalmente desnivelado, en nuestras mentes, en las mentes de todo aquel que alguna vez jugó en ellos, pasaba a ser el mejor de los estadios. Estos sitios sin arcos, sin líneas de cal ni de ningún tipo que indicara sus límites se convertían en canchas, campos de juego fabulosos, pero claro, todo era muy subjetivo, por ende comenzaban los problemas de apreciaciones. Cada cual se imaginaba su proita cancha, y unos podían creer estar jugando en el Maracaná mientras que los contrarios en la Cancha de Boca. Ya fuese culpa de la imaginación más volátil, o por intentar sacar alguna ventaja deportiva, las dimensiones de la cancha ola altura de los travesaños siempre constituyeron motivo de discusión. De modo que, antes de comenzar un cotejo, y para no sufrir interrupciones reiteradas en el medio del partido, interrupciones que no contribuían en nada al desarrollo del juego, había que establecer claramente las reglas del encuentro. Cada equipo, por lo general tenía su propia cancha, es decir, contaba con su propio potrero, y cada equipo, por eso, tenía sus propias reglas y muchas veces variaban de partido en partido. Acá los supuestos no existían, lo que no se había aclarado de antemano podía resultar una sorpresa después y así dar comienzo a acaloradas discusiones bizantinas que podían derivar en trompadas, en el mejor de los casos. Lo que no se había preguntado antes del encuentro no tenía derecho a reclamo.

Las reglas generalmente se centraban en las dimensiones del campo de juego, ya que esa era la cuestión más controvertida de todas. Con respecto al travesaño, la cosa era un poco más fácil de definir ya que se tomaba como referencia la altura del arquero, aunque es cierto también que en este punto era muy fácil hacer trampa tanto de un lado como del otro, ya que si el arquero era lo bastante pícaro y astuto podía flexionar sus piernas para disminuir su estatura y así crear la ilusión de que la pelota pasó más alto de lo que en realidad pasó. Y siempre esto era motivo de discusión pues lo que para el equipo atacante la pelota había rozado los dedos del arquero, para el equipo defensor había pasado a kilómetros de la cabeza del guardameta.
Para definir los laterales de la cancha siempre podía como referencia algún elemento característico del lugar: un árbol, un poste de luz, arbustos, las vías del tren, una zanja, o donde empezaba el pastito más alto o los yuyos. En los últimos casos no había mucho problema, porque no se podía seguir gambeteando sobre las vías y mucho menos dentro de una zanja, o donde el pasto crecía con profusión. El problema estaba en las marcas tales como árboles, postes, o algo parecido, pues sólo era posible darse cuenta cabalmente cuando el balón salía junto a dichos elementos. Pero si la jugada se producía algunos metros más allá, volvía a tener incidencia la subjetividad de las partes en disputa y las discusiones florecían.
El otro gran problema, el otro motivo constante de discusión, y que podía escudarse en la picardía y en la subjetividad de los equipos era la medida del área. Claro, al no existir línea alguna cada quien veía el área del tamaño de su conveniencia. Para el equipo atacante, el arquero siempre tomaba la pelota con la mano fuera del área; para el equipo defensor el área nunca se terminaba.
En nuestros partidos barriales en las calles adoquinadas, donde la cancha era de vereda a vereda, el tema de los laterales se complicaba mucho. Casi siempre tomábamos como referencia un árbol, algún canasto para la basura o la puerta de una casa, pero claro, en medio de la calle, la línea imaginaria trazada desde alguno de estos hitos se hacía de lo más imprecisa. Así el partido podía llegar a durar toda la tarde a causa de las interrupciones que se daban gracias a las discusiones y también, cabe aclararlo, por apartarnos para dejar pasar a los colectivos y autos que circulaban por ahí (esto constituía más un motivo de supervivencia que otra cosa).
A pesar de todas estas aparentes desventajas u obstáculos, no había como jugar en un potrero. En los potreros se respiraba también un aire de aventura. No era lo mismo jugar un partido en un potrero que en una canchita con todas las de la ley. En los potreros había que demostrar resistencia pues siempre las canchas de los potreros eran mucho, mucho más grandes que una canchita normal; había que demostrar gran habilidad pues el terreno en malas condiciones o desparejo obligaban a uno a manejar la pelota no sólo para que el contrario no se la quitase, sino también para que los pozos, o las lomitas, o las piedras no nos jugaran en contra. En mi caso particular yo gané dos yesos por jugar a la pelota en potreros. Una vez sufrí la fractura de la muñeca derecha por colocar la mano cuando caí hacia atrás tras un empujón para evitar que mi cabeza impactara contra un culo de botella oculto entre yuyos; la segunda ocasión fue un grave esguince al pisar un pocito que se atravesó en mi carrera hacia un gol que hizo doblar mi tobillo hacia ambos lados. Pero uno podía sentirse orgulloso de haber sufrido aquellas lesiones. Eran como heridas de guerra y dignas de contar ante quien quisiera escuchar. Lamentablemente, este estado deplorable del terreno, ponía en riesgo al elemento más importante de este juego: la pelota, sobre todo si el potrero era rico en piedras y vidrios o si estaba rodeado por casas y lugares altos e inaccesibles. En este caso, el que salía perdiendo irremediablemente era el dueño de la número 5 y dado que proliferaban los burros expertos en colgar o destruir balones, otra de las reglas más usadas, y diría que está si era Universal y para todos los casos igual, era la tan mentada: “rompe, pincha, cuelga garpa”. En resumidas: todo aquel que causara daño irreparable a la pelota debía hacerse cargo monetariamente de la reposición a su respectivo dueño de un balón semejante pero nuevo.
Hoy en día, los picaditos son lo más profesional que pueden ser y el potrero quedó desplazado por las paquetas canchitas de césped sintético, con sus arcos, sus líneas delimitadoras, sus áreas bien marcadas… Hoy ya no se corre el riesgo de lastimarse con la accidentada geografía del terreno, ni que la pelota se cuelgue o se rompa, pero no es lo mismo. Hoy cada uno que va a jugar un partido es una burda imitación de un jugador profesional, utilizando vestimenta oficial, los mismos peinados o cortes de pelo, la misma forma de festejar. Antes cada uno jugaba con lo que tenía, no hacía falta uniformarse. Y al jugador se lo identificaba con el color de camiseta o remera que tenía puesta. Nadie que haya jugado en un potrero podrá olvidarse de los clásicos: “¡Rojo, pasala Rojo!”, “¡Azul juega, Azul juega!”, “¡No Amarillo! ¡Que morfón que sos!”. Pero los tiempos cambian y los potreros han sido reemplazado por complejos deportivos; frases inolvidables como: “se va en el árbol” o “pegó en el palo ¿no ves que se movió la remera?” cedieron su lugar a otras como: “esperá que dejo las cosas en el vestuario” o “la pucha me olvidé el Ratisalil”. También el tiempo de juego varió pues en el potrero un partido duraba toda la tarde, o se podían jugar varios partidos durante toda la tarde (o bueno, muchas veces hasta que llegaban los más grandes y nos desalojaban a base de amenazar nuestra integridad física). Pero ahora, en una canchita de estos complejos deportivos tan sólo es posible jugar una hora o dos, previo pago de la suma correspondiente, y muchas veces antes que expire el tiempo contratado, ya hay una legión de nuevos jugadores esperando con ansias poder ocupar la misma cancha. Y lo que es peor, la noventa y cinco por ciento de las canchas son techadas. No se ve el sol cuando está despejado, los nubarrones negros no amenazan con descargar su lluvia furiosa, no hay más partidazos en medio de lodazales… Habrá que conformarse con el recuerdo de lo que fueron aquellos días de gloria en aquellos lugares de ensueño donde nuestra niñez y, porqué no, adolescencia, cobró una dimensión mágica.
Por eso, señores, hoy he querido evocar estos lugares sagrados que han sido masillados por la evolución de las sociedades, por la modernidad, por el tiempo cruel que todo lo cambia. A todos aquellos que alguna vez, poco o mucho, hace más o menos tiempo, haya disfrutado de un potrero, espero que le haya hecho revivir hermosos momentos este pobre relato.